Una de lxs 14 detenidxs

Publicado en madrid15m

carmensequeda

Martes, 5 AM. Suena el despertador. Alargo el brazo y tanteo la superficie de la mesita, llena de libros, sin abrir los ojos. Tiro alguno al suelo y los abro localizando por fin el móvil. Paro la alarma. Suspiro, muerta de sueño.

Cierro los ojos.

Los abro. ¿He puesto una segunda alarma? Hoy habrá un desahucio en la calle del Comandante Zorita y la comisión judicial está citada a las 9 AM, lo suyo es llegar dos horas antes o ya no habrá mucho que hacer: la policía siempre se despliega con tiempo. Pongo una segunda alarma a las 5:30 AM; seguro que llego si me ducho rápido, paso de las lentillas, preparo una tostada al mismo tiempo que me visto y me retraso un poco con Juan, que me espera en el metro. Total, él siempre llega tarde.

Me adormezco y vuelve a sonar la alarma.

Ayer me dormí alrededor de las 3 AM; me quedé hablando hasta tarde, para variar, y luego el insomnio cruzó mi mente con pensamientos tan hechizantes como estériles. Cosa de las noches. Pero hoy va a haber un desahucio y eso es un motivo más que suficiente para saltar de la cama, pues de su ejecución pende la vida de una persona.

A las 6:20 AM llego a la parada donde Juan me está esperando y 25 minutos más tarde llegamos a nuestro destino. Salimos del metro y vemos que la calle, a un par de manzanas de Comandante Zorita, está llena de zetas. O corremos o nos cortarán el acceso antes de que nos dé tiempo a llegar al portal.

Corremos y entramos justo a tiempo. En el mismo momento en que alcanzamos el portal, aparecen 9 lecheras de la policía municipal a lo largo de la calle, parando al mismo tiempo que los policías de su interior salen con las porras en alto tratando de evitar que la gente de la acera entre tras nosotrxs en él. Pasan dos, tres compañerxs y les cerramos la puerta en la cara… ¡Por muy poco! Subimos corriendo al primer piso donde está situada la casa de Carmen.

Arriba, otrxs compañerxs llevan ya un rato acompañándola. Abajo, muchxs otrxs se han quedado a un pelo de subir a ayudarnos, y gritan desde la esquina para que nadie quede desinformadx e infundir ánimos: “¡vecina, despierta, desahucian en tu puerta!”. Carmen ha sido estafada por un prestamista que ha impuesto unos intereses altísimos y se niega a llegar a ningún tipo de acuerdo que le permita devolver el crédito sin necesidad de quedarse en la puñetera calle. Mientras tanto, Rajoy va diciendo por ahí que los desahucios son cosa del pasado.

Son las 9 AM y desde la ventana vemos a la comisión judicial bajarse de un zeta. Esta vez, no nos dejan ni intentar negociar. Lo cierto es que es realmente complicado conseguirlo cuando se trata de un usurero; sólo están interesados en el dinero fácil y son capaces de ponerlo por encima de cualquier cosa, familias enteras incluidas.

El desahucio se va a ejecutar en cuestión de minutos y nos preparamos para resistir que es, tras múltiples gestiones e intentos de negociación, la última alternativa que queda para poder impedir otra salvajada como esta. El portal permanece cerrado, pero al llegar el cartero lxs vecinxs le abren y la policía aprovecha el momento. En pocos segundos estarán en la puerta.

Oímos como rompen un cristal y después el sonido de una radial. Van a entrar, sí, pero con un mínimo de esfuerzo. Después, sólo quedarán nuestros cuerpos para ponerlos entre ellos y Carmen y el resto de su casa, así que nos sentamos en el suelo entrelanzando nuestros brazos, de forma que taponamos el pasillo. La policía llega a nuestra altura y repite lo mismo de siempre: “no queremos haceros daño, levantaos y no os pasará nada, de lo contrario seréis detenidxs”. Siempre dicen lo mismo y luego siempre se exceden para separarnos y sacarnos de allí, lo disfrutan, y rara vez detienen a alguien. No es raro que te identifiquen, claro, la resistencia pasiva y la desobediencia suponen faltas que pueden acabar en multas, pero poco más (de momento, y si nadie hace nada por impedirlo, hasta el 1 de julio que entre en vigor la ley Mordaza).

Ejercemos resistencia pasiva –es decir, que no hacemos nada más que permanecer en nuestra posición– y nos van separando contorsionándonos las muñecas y presionando en puntos vitales que hacen que nos retorzamos. Cuando me dejan en el rellano, me doy cuenta de que lxs compañerxs que tengo delante están esposadxs. Tiran de mis brazos hacia la espalda mientras trato de asimilar lo que está ocurriendo al mismo tiempo que gritan pidiendo unas esposas. Estamos todxs detenidxs. Me parece increíble.

Yo había quedado por la tarde para comentar un boceto de ensayo sobre Filosofía*. Planeaba regresar temprano del desahucio y dormir unas horas más para ir descansada, pero está claro que no iba a ser posible. Esa misma mañana eran imputadxs otrxs tantxs cargos del Partido Popular por corrupción pero lxs detenidxs éramos nosotrxs, que simplemente decidimos ignorar la obediencia debida de una policía que no tiene las agallas necesarias para hacerlo.

Nos cachean centímetro a centímetro y nos van metiendo en los coches patrulla de dos en dos. ¡Somos 14! Cuando me sacan del portal oigo a alguien gritar “¡Estela, ánimo, estamos contigo!”, y me vengo arriba. Creo que ha sido Irene, que se había quedado fuera por un minuto, pero no me da tiempo a comprobarlo: antes de darme cuenta estoy sentada en una especie de banco de plástico clavándome las muñecas en la espalda, separada por una mampara de la conductora policía que mira distraídamente el móvil. Ahí detrás apenas se oye algo y no pasa nada de aire. Veo a Gio acercarse al coche patrulla por el otro lado y mandarme un beso, se lo duevelvo como puedo. Hasta que meten a mi compañera de trayecto pasa un rato. Entonces, entra la pareja policial y encienden las sirenas. Tampoco doy crédito a esto, ¡si ya estamos detenidas! ¿Qué prisa hay por llegar a comisaría? Ninguna, pero acabamos de dejar de ser personas para pasar a ser ganado: cruzamos media ciudad de Madrid a toda velocidad intentando guardar el equilibrio para no golpearnos contra la ventana de nuestro lado y no clavarnos más de lo necesario las muñecas en la espalda. El cinturón de seguridad sólo impide que no nos abramos la cabeza con la pantalla de delante en cada uno de los frenazos.

–¿Sabes a qué comisaría nos llevan? –pregunto– Dudo que nos lleven a Moratalaz siendo la policía municipal…

–¿A Leganitos, quizás? No tengo ni idea.

Trato de permanecer lo más estática posible entre tanta curva y cambio de carril y, cuando levanto la vista, veo la dirección que estamos tomando… ¡No puede ser!

–¡Nos llevan a Moratalaz! –nos decimos las dos al mismo tiempo.

Suspiro, entre cabreada y agobiada. Lo último que me apetece es ir a parar a los calabozos de la comisaría de peor fama de Madrid, donde se encuentra la UIP que se divierte abriéndonos la cabeza en manifestaciones, que yo todavía tengo un hoyo bien pronunciado en el cuádriceps de la pierna izquierda de un porrazo de hace ya más de un año. Y además, ¿qué tendrá que ver Moratalaz en una detención efectuada por la policía municipal? Todo huele raro, pero desde ahí poco puedo investigar. Todo lo que puedo hacer es tratar de sacar el móvil sin que me vean e informar de nuestra posición por Twitter. Lo intento, y no sin esfuerzo, consigo sacar el móvil de mi bolsillo y poner la clave con una mano, manteniendo medio cuerpo girado.

Hemos llegado a comisaría y han aparcado los zetas, dejándonos ahí mientras salen a preguntar qué tienen que hacer ahora con nosotras. Consigo abrir Twitter y empiezo a escribir “Moratalaz”, pero a medio hacer veo que vuelven los agentes, así que bloqueo el móvil con toda la rapidez de la que soy capaz y vuelvo a metérmelo en el bolsillo. No me han visto, pero tampoco me ha dado tiempo. Me pregunto qué información tendrá la gente de fuera sobre nosotrxs.

Cuando, tras horas esperando con mis 13 compañerxs en la quinta planta del edificio situado más a la izquierda del complejo de Morataz, es mi turno para que me quiten las esposas y tomen mis datos y mis pertenencias, son la 1 PM. Lo veo en el reloj de pulsera de uno de los policías que me va indicando qué tengo que hacer y me explica mis derechos a asignar un abogado y hacer(me) una llamada, entre otros. Llamada que, por otro lado, no efectúo (¿a quién se supone que debo llamar yo en una de estas? Siempre me imaginé llamando a mi madre). Me preguntan por mis tatuajes, por mi altura, por el color de mis ojos. Me indican que saque todo lo que llevo en los bolsillos, y también los cordones y el piercing. Me toman un par de huellas dactilares y me dejan con una agente que me lleva al baño y hace que me desnude delante de ella para comprobar que no me queda nada encima.

Vuelvo a la sala donde llevamos horas, esta vez sin esposas y sin ninguna de mis pertenencias, y me pongo a esperar con el resto de mis compañerxs. No sabemos si nos van a soltar o si nos van a llevar al calabozo, y si nos llevan al calabozo, no sabemos si será por unas horas o hasta pasar a disposición judicial, lo que ya sería al día siguiente. Tenemos hambre y hemos presenciado ya dos cambios de turno de los policías que se dedican a vigilarnos mientras llevan a cabo el papeleo burocrático. Alguien pregunta a los nuevos si saben si nos van a dar de comer:

–Nosotros no sabemos nada, lo mismo os sueltan ahora. Pero no os preocupéis que en cualquier caso no os vais a quedar sin comer.

Entra un encapuchado** y dice que en marcha, que nos bajan a los calabozos. El agente que nos acababa de responder, ajeno a lo que iba a ser de nosotrxs y que se había interesado por nuestro presunto delito al ver que éramos tantxs, pone cara de sorprendido, pero ejecuta la orden sin replicar. Están bien enseñados.

Antes de entrar en el primero de los calabozos, donde todavía estamos todxs juntxs, me quitan las gafas. Me acuerdo del momento en el que retrasé la alarma pensando en ganar tiempo no poniéndome las lentillas y me maldigo interiormente. Exteriormente me quejo, tengo más de cinco dioptrías de miopía en cada ojo, además de astigmatismo, lo que significa que no veo prácticamente nada. Les importa un pimiento, claro. Paso a ciegas al calabozo y me siento en el banco que rodea la celda. Me muero de sueño e intento usar a Juan de almohada, que es con quien tengo más confianza, pero no estamos cómodxs. Por suerte, estamos todxs juntxs y en ese momento pasan absolutamente de nosotrxs, así que nos ponemos a hablar y bromeamos sobre nuestra situación, lo que veníamos haciendo entre cuchicheos más o menos altos hasta ahora. Alguien grita que queremos comer y nos encienden las luces:

–Claro, ¡nos alimentamos por fotosíntesis! –dice otra compañera. Nos reímos.

Luego, cuando vemos la comida, entendemos que casi hubiera sido preferible.

–¡Así cualquiera se pone en huelga de hambre! ¡Ya ves tú qué mérito! –dice otro más. Nos reímos más. Pocas otras cosas podemos hacer en nuestra situación y, desde luego, estamos allí con la conciencia más tranquila que cualquier melodía de nana.

Pero no es allí donde vamos a permanecer y no nos han traído nada de beber, así que aprovechando que nos dejan ir al baño de camino a los verdaderos calabozos usamos el grifo de los lavabos. Antes, nos hacen pasar por un arco de detección de metales. Por si a los policías que nos han desnudado se les ha pasado algo, claro.

Entramos en una zona soterrada con un fuerte olor a humedad. La única luz que recibimos es la de los fluorescentes, que nos impiden saber qué momento del día puede ser. Los chicos entran en una celda, y las chicas entramos en otra. Dentro, nos esperan unas colchonetas de olor bastante desagradable y nada más. Intentamos seguir animándonos con algún chiste o juego de celda a celda, pero el sueño empieza a poder con nosotrxs así que intentamos dormir, yo sin ningún éxito. No soy capaz de imaginar el transcurso del tiempo así, me pregunto qué hora será y cuánto quedará para que salgamos. Aunque sólo quede una hora más se me presenta horrible, y si nos toca pasar noche… prefiero no imaginarlo. Me acuerdo de todxs nuestrxs compañerxs presxs y maldigo el sistema con todas mis fuerzas.

Al final, alguien dice mi nombre y me pongo de pie de un salto. Que me llevan a la policía científica, agrega el encapuchado que me ha llamado, y paro mis pasos tan decididos a salir de ese aislamiento.

–¡Venga! Para las fotos y las huellas.

¡Ah…! Es que si no entendía nada desde el principio, por un momento todavía menos. Pero claro, Moratalaz no es sólo la sede de la UIP, que por suerte no nos la cruzamos, es también el centro de la brigada de información. Que vaya usted a saber qué tiene que ver con unxs chavalxs que se dedican a tratar de parar desahucios.

Toman mis diez huellas dactilares, y también de mis puños cerrados de frente y de cada lado. Me recuerdan que estuve federada cuando hice judo a los 11 o 12 años, bueno saberlo. Me fotografían de frente y de perfil, con un primer plano para los tatuajes de las muñecas. La policía ante la que me desnudé le chiva al de la cámara que tengo otros tatuajes, que los fotografíe también. Antes de que pueda expresar mi impotencia ante semejante exposición por tratar de parar un desahucio, el de la cámara le dice si no son visibles, no va a tomar fotografía de ellos.

Ya estoy fichada, pero al menos parece que voy a salir de ahí de inmediato, así que todo vuelve a cobrar color (especialmente cuando vuelvo a salir a la superficie y veo de nuevo la luz del sol). Me vuelven a meter en un nuevo calabozo donde ya se encuentran mis compañeras y me informan de que enseguida pasaré a prestar declaración junto con mi abogado y seré puesta en libertad.

Paso finalmente a una salita donde ya se encuentra Eric Sanz de Bremond, el abogado de Legal Sol solicitado, y me siento. A todo esto, sigo sin ver absolutamente nada y voy de un lado a otro intuyendo lo que tengo delante por las siluetas. La policía que tengo delante, detrás de un escritorio, empieza a copiar mis datos y me pregunta si voy a declarar. Sé que en comisaría no debo declarar, pero instintivamente miro a Eric, que niega con la cabeza mientras me dice que él me recomienda no hacerlo. La policía se pone echa una furia y le dice que va a volver a apuntar que lo ha anunciado él, como si no pudiera manifestarme mis derechos. Eric le dice que adelante, que copie lo mismo que con el chico anterior, y me niego a declarar. Pasaré a disposición judicial cuando me llegue la citación por correo, pero de momento estoy en libertad sin cargos, acusada de resistencia y desobediencia. Salgo de ahí y un nuevo policía me acompaña, primero a por mis pertenencias y luego hasta la salida.

–Te están esperando tus amigxs fuera –me lo dice sin acritud, casi en tono de ánimo.

Sonrío, en ese momento soy la persona más feliz del mundo porque acabo de recobrar mi libertad, robada solamente por unas horas.

–Ya me imagino…

–Sabías que no te iban a fallar, ¿verdad?

–Sé que la gente que está ahí fuera nunca falla a sus compañerxs.

–Bueno, ya tienes una historia más que contarle a tus nietxs, ¿no? –en ese momento no sé si hostiarle, aunque lo diga de buena de fe, o reírme. Me siento feliz así que asiento divertida, pero estoy fichada por intentar paralizar una atrocidad que debería ser ilegal y que, desde luego, es del todo inmoral. Mientras tanto, Carmen se ha quedado sin casa.

–Disfruta de tu libertad y esperemos que tardemos un tiempo en volver a vernos.

En aquel momento ya casi no le oía, y no recuerdo si le respondí a esto último o no. Pero le agradezco el acompañamiento que me hizo, desde luego más llevadero que el de sus compañeros encapuchados. Por lo menos, dentro de comisaría, pude comprobar que hay funcionarios que se dedican a hacer su asqueroso trabajo sin más, que no se ensañan como los bestias que nos envían a las manifestaciones y a los desahucios.

Me moría de ganas de correr. Veía a mis compañerxs en esa plaza en la que yo había esperado a otrxs compañerxs detenidxs y me moría de ganas de correr hacia ellxs y abrazarlxs a todxs, pero no llevaba los cordones puestos y casi arrastraba las zapatillas. Conseguí cruzar la calle más o menos deprisa y ya vi a Giovani y a Ire corriendo hacia mí, que me alcanzaron a medio camino y me recibieron con un fuerte abrazo, resumiéndome mientras trataba alcanzar un sitio donde sentarme y ponerme los cordones todos los cuidados que habían llevado a cabo en mi detención, avisando a mi hermana y buscando un modo de tener a mi gato cubierto. Otrxs compañerxs se iban acercando a darme ánimos y un abrazo, y alguno me ayudó con los cordones :-)

Antes de mí había salido otra compañera y, tras de mí, seguían saliendo lxs demás. Sobre las 7:30 PM estábamos todxs en libertad, disfrutando del calor de la solidaridad y el apoyo mutuo de una vencidad de Madrid que es absolutamente increíble y que sé que de un modo u otro harán de esta una gran ciudad.

Carbón, mi gato, estaba atendido casi desde el primer momento en que fui detenida, cuidado por otro de mis compañeros para los que ya no tengo palabras, porque entre todxs superan cualquier hermosa definición. Mi hermana, aunque preocupada, mantenía la fortaleza que hubiese mantenido mamá, y se sentía tranquila por lo que respecta a una acción que sabe que ha sido llevada a cabo por convicción.

Carmen, sin embargo, se ha quedado sin su casa, y su caso es el de miles de personas: una muy triste realidad diaria en nuestra sociedad con la que sólo conseguiremos acabar poniéndolo todo de nuestra parte.


*Ese boceto eran parte de las ideas de Fenomenología de la imago, una obra de Albano Cruz publicada en 2017.

**La brigada de información es la encargada de infiltrarse en los movimientos sociales. Para ello, tienen que mantenerse en el anonimato. Este es el motivo por el que dentro de comisaría y ante detenidxs como nosotrxs van, literalmente, con pasamontañas.